Vivimos en una época donde un día sí y otro también aparece un nuevo caso de corrupción, engaño o prevaricación y como comentaba hace unos días con unos amigos, nos hemos instalado en un punto donde ya nada nos sorprende, lo damos como un hecho “normal” eso sí, nos sigue indignando la falta de responsabilidades.

La conversación fue avanzando y llegamos a la conclusión qué si había algo que nos sorprendía y era la impunidad del discurso, el ver cómo esos corruptos, esas gentes, eran capaces de argumentar una defensa de sus hechos que iba más allá del cinismo o la hipocresía, que eran argumentos fruto de una reflexión interna en la que habían llegado a creerse sus propias mentiras y de ahí, a actuar de la forma que lo habían hecho. Incluso aparecían como “buenas personas”, que habían hecho lo que se esperaba de ellos y que no entendían la reacción de la gente, se sorprendían del rechazo de sus actuaciones.

Uno de los contertulios comentaba que tal situación le recordaba los escritos de Hanna Arendt cuando analiza las declaraciones de los nazis tras la Segunda Guerra Mundial, se sorprende de ver a personas supuestamente muy malas, argumentado que habían hecho lo correcto, eliminar a un pueblo, los judíos, que suponía una amenaza para sus familias y las del resto del mundo y, eso sí, había sido necesario utilizar medios que podía calificarse de cierta crueldad. Eran  declaraciones de quien no se siente culpable y no entiende esa acusación de otros que deberían estar agradecidos. Lo mismo que ocurre ahora con nuestros políticos (salvando las diferencias), sienten que están haciendo lo correcto  y esa mayoría en las urnas  legitima su modus operandi, aunque el nivel de paro vaya aumentando.

Ante esta reacción tan sorprendente para los que asistimos atónitos a este tipo de hechos, cabría reflexionar para ver qué pasa, cabría preguntarse si estamos ante un colectivo político sin valores o quizás con una moral equivocada.

En esta particular reflexión partiremos de que la moral se expresa en juicios de valor y que a diferencia de otros juicios, son de tipo impositivo, no pretenden describir las cosas, no nos dicen cómo son, nos dicen lo que las cosas deberían ser. Los juicios de valor parten desde la individualidad y se proyectan hacia la universalidad, aquello de, “lo que quiero o no quiero para mí, es lo que deseo para los demás”.  Siguiendo en esta línea cabría preguntarse qué quiero para mí y para los demás. En una encuesta seguro que ganaría la repuesta: deseo aquello que nos hace felices y rechazo el dolor y el sufrimiento. La cuestión ahora sería, cómo lo consigo y, es aquí cuando entran los diferentes tipos de moral, desde las que siguen el imperativo categórico, las éticas formales y deontológicas y, las que siguen el imperativo hipotético, las éticas materiales y teleológicas. Veamos las diferencias.

Con el imperativo hipotético se busca el mejor medio para conseguir aquello que nos hemos propuesto, si quiero ser feliz, busco el bienestar propio y el de los demás. Aquí el valor no lo da la acción en sí misma sino la finalidad, el objetivo propuesto, conseguir la felicidad. Sin embargo en el imperativo categórico ocurre lo contrario, el valor está en la acción  en sí misma, una acción que surge del deber, no de un actuar conforme al deber. La intención de hacer el bien es lo que vale así, si pago mis impuestos solo porque hacienda me lo exige, estoy dentro de la legalidad pero no dentro de la moralidad.

El imperativo hipotético da lugar a las éticas materiales y teleológicas. Se basa en dos tipos de argumentos, el primero, “si quieres ser feliz, debes hacer tal o cual cosa”, nos dicen cómo hemos de vivir, por ello son materiales y el segundo, “es bueno todo aquello que nos proporcione felicidad”, un argumento finalista, teleológico. En función de lo que tenemos que hacer para ser felices, tendremos el eudemonismo o ética del carácter, el hedonismo o ética del placer y el utilitarismo o ética de la acción.

El imperativo categórico da lugar a las éticas formales y deontológicas, donde el valor de la acción no lo da el bien que aporta sino el hecho del deber, el obrar de acuerdo con los principios de mi conciencia, la moral que hay en mí. Las éticas formales también buscan la felicidad y ésta reside en actuar haciendo lo que debemos hacer, la moralidad surge de valorar la acción en sí misma y no como medio para conseguir la felicidad. Desde esta perspectiva de la ética formal, las éticas materiales no serían éticas.

En el eudemonismo, propuesto por Aristóteles, la felicidad consiste en conseguir la satisfacción que me proporciona el alcanzar la máxima excelencia en mí mismo, en desarrollar al máximo mis potenciales. La virtud es la mejor forma de hacer una cosa y de aquí surgen las virtudes morales, el saber qué he de hacer y el saber cómo he de vivir, algo que se irá adquiriendo a lo largo de la vida, con la experiencia, la reflexión y aprendiendo de otros  individuos virtuosos. Es una ética que “ordena” mi vida privada, por eso hablamos de una ética del carácter.

El hedonismo, propuesto por Epicuro, es una ética basada en el principio del placer, pero no en el placer de los excesos físicos sino en un placer controlado por la razón, busco el placer de lo necesario y natural: tengo sed y bebo agua, no del placer de lo no necesario y no natural: disfruto torturando a la gente. Cuando llego a controlar el placer estoy en un estado de bienestar duradero (ataraxia), en el que tengo lo que necesito y no dependo de nada que sea difícil de conseguir, es la ética del placer.

El utilitarismo, propuesto por Bentham y Stuart Mill, propone buscar la mayor felicidad para el mayor número de personas, en función de las circunstancias. Stuart Mill puntualiza que el mayor placer es el que se consigue con el esfuerzo, con la reflexión de querer buscar ese bien, ser consciente de ese placer, por ello habla del “deber de tener un proyecto de felicidad y luchar por él”, de ahí la importancia de la educación, para moldear el carácter de las personas, para cambiar el, “quiero aquello que deseo a, deseo aquello que quiero”, es la ética de la acción.

Con esta descripción de los distintos tipos de ética, a la vista de lo que ocurre a nuestro alrededor, podríamos decir que hemos pasado de una ética en sentido duro, la del imperativo categórico, a una ética en sentido light, de mínimos, utilizando el imperativo hipotético, incluso devaluándolo. Hemos pasado de ese ir descubriendo la moral que hay en mí, que nos proponía Kant, a un ir moldeando mis principios según las necesidades y conveniencias que me van apareciendo. Independiente del debate de sí todos nacemos con unos principios morales para distinguir el bien y el mal, es cierto que nos enfrentamos al juicio de nuestra conciencia, el problema es cómo vamos adquiriendo conciencia de lo que es bueno y lo que es malo, evidentemente algo muy relacionado con la educación.

Si buscamos los orígenes de la moral, del latín moralis, veremos que hace referencia a las costumbres, es decir, los usos y costumbres de nuestro entorno es lo que marcaba el buen hacer, los “principios” de actuación,  como enterrar a los muertos o dar de comer al hambriento,  una guía que se trasformó en deber, en ley moral. Cada cultura tiene unas costumbres que marcan unos principios de convivencia, una moral, siempre encaminada a buscar el bien propio y el de los demás. El problema es cuando esas costumbres se van alterando, cuando derivan hacia un actuar según conveniencia o beneficio de unos cuantos, argumentando que ese es el bien deseable para la mayoría, interpretando erróneamente la propuesta de Bentham y Stuart Mill, y es aquí donde quería llegar.

Nuestros políticos y algunos corruptos (por no meterlos a tordos en el mismo saco), se amparan en este hecho, en hacerse una moral a medida, de mínimos y confunden el buscar una vida virtuosa, donde el placer lo da el control de mis debilidades y donde el juicio moral sigue siendo el “deber hacer”, en un proceso de reflexión, -como mandan todas las éticas que acabamos de ver-, en el que se forjan un ideario a modo de principios morales, que les lleva a actuar éticamente, es decir de acuerdo a ese ideario. Un ideario que no tienen en cuenta la acción en sí misma sino las consecuencias, es teleológica, busco el bien de la mayoría y claro, eso me lleva en ocasiones a tomar decisiones que puede que no sean las correctas pero, es lo que tenía que hacer  y lo que esperan de mí, es decir, es lo correcto.

Esas gentes poco deseables, siguen un proceso argumental  que validad cualquier tipo de acción, acercándonos más a aquello de que “el fin justifica los medios”, eso sí, siempre en aras de lo mejor para los demás y por ende, para mí, caiga quien caiga e incluso aunque me lleve unos dineros a un paraíso fiscal. Hemos pasado de una ética del imperativo categórico a una ética chapucera de, “coge el dinero y corre”, como en la película de Woody Allen, aunque sea algo que más que hacernos reír nos hace llorar.

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Del Imperativo categórico a una ética de mínimos
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Del Imperativo categórico a una ética de mínimos. Vivimos en una época donde se presenta difícil poner líneas, pero ahora, más que nunca, son importantes.
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